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593. Sentaro el eterno. (Japón)

14:04
 
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Juan David Betancur Fernandez
elnarradororal@gmail.com
Había una vez un hombre en el antiguo japon que no quería morir. Este hombre se llamaba sentaro Sentaro Había heredado una pequeña fortuna de su padre y vivía de ello, pasando el tiempo sin preocupaciones, sin pensar en ningún momento en trabajar, hasta que tuvo treinta y dos años. Un día, sin ninguna razón aparente, el pensamiento de la muerte y la enfermedad le asaltó. La idea de caer enfermo o morir lo molestaba mucho. — y se decía a si mismo. Me gustaría vivir hasta los quinientos o seiscientos años al menos, libre de toda enfermedad. La duración habitual de la vida de un hombre es muy corta.

A partir de ese momento trato de vivir una vida sensilla y frugal para tratar de prolongar su vida. Desde joven había oído que en las grandes montanas vivían los hermitanos que conocían el elixir de la vida y que un monje llamado Jofuku se había convertido el el guardián del elixir

Sentarō se decidió a partir en busca de los ermitañosde el monte Fuji y, con el sueno de convertirse en de ellos, para poder obtener el agua de la perpetua vida. Recordó que, de niño, le habían dicho que esos ermitaños no solo vivían en el monte Fuji sino que vivían en todos los grandes picos. Así que dejó su vieja casa al cuidado de sus familiares, y empezó su viaje. Atravesó todas las regiones montañosas del país, escalando hasta las cumbres de los picos más altos, pero nunca consiguió encontrar ningún ermitaño. pensó cuán estúpido era perder el tiempo buscando así a los ermitaños, así que decidió ir al altar de Jofuku, que era adorado como el patrón de los ermitaños del sur de Japón. Sentarō se acercó al altar y rezó durante siete días, pidiendo a Jofuku que lo guiara hasta un ermitaño que pudiera darle lo que él tanto quería. A medianoche del séptimo día, mientras Sentarō se arrodillaba en el templo, la puerta del sancta sanctorum se abrió de repente y apareció Jofuku en una nube luminosa, y pidió a Sentarō que se acercara.

»Como respuesta a tus plegarias, sin embargo, te ayudaré a encontrar el camino. Te mandaré al país de la Vida Eterna, donde la muerte nunca llega, ¡donde la gente vive para siempre! Tras decir esto, Jofuku puso en la mano de Sentarō una pequeña grulla hecha de papel, diciéndole que se sentara en su lomo y lo llevaría allí. Sentarō obedeció, admirado. La grulla creció lo suficiente para montarla cómodamente. Después extendió las alas, se alzó en el aire y voló sobre las montañas directamente hacia el mar.

Al principio, Sentarō se asustó, pero, poco a poco, se acostumbró al ligero vuelo por el aire. Y así siguieron durante miles de kilómetros. Después de unos cuantos días, llegó a la isla. La grulla voló sobre la tierra y después aterrizó. Cuando Sentarō se bajó del lomo del pájaro, la grulla se dobló por su propia cuenta y se metió en su bolsillo. Sentarō empezó a mirar a su alrededor, sorprendido; tenía curiosidad de ver cómo era el país de la Vida Eterna. Dio un paseo primero por el campo y luego a través del pueblo. Todo era, por supuesto, bastante extraño, diferente de su propia tierra. Pero tanto el lugar como la gente parecían prósperos, así que decidió que sería bueno para él quedarse allí y asentarse en uno de los hoteles. El propietario era un hombre amable y, cuando Sentarō dijo que era un forastero pero que quería vivir allí, le prometió arreglar un encuentro con el gobernador de la ciudad. Incluso encontró una casa para su invitado. Así, Sentarō obtuvo su gran deseo y se convirtió en residente del país de la Vida Eterna. Por lo que recordaban los isleños, ningún hombre había muerto allí, y las enfermedades eran algo desconocido. Los sacerdotes habían llegado allí desde India y China y les hablaron de

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A partir de ese momento trato de vivir una vida sensilla y frugal para tratar de prolongar su vida. Desde joven había oído que en las grandes montanas vivían los hermitanos que conocían el elixir de la vida y que un monje llamado Jofuku se había convertido el el guardián del elixir

Sentarō se decidió a partir en busca de los ermitañosde el monte Fuji y, con el sueno de convertirse en de ellos, para poder obtener el agua de la perpetua vida. Recordó que, de niño, le habían dicho que esos ermitaños no solo vivían en el monte Fuji sino que vivían en todos los grandes picos. Así que dejó su vieja casa al cuidado de sus familiares, y empezó su viaje. Atravesó todas las regiones montañosas del país, escalando hasta las cumbres de los picos más altos, pero nunca consiguió encontrar ningún ermitaño. pensó cuán estúpido era perder el tiempo buscando así a los ermitaños, así que decidió ir al altar de Jofuku, que era adorado como el patrón de los ermitaños del sur de Japón. Sentarō se acercó al altar y rezó durante siete días, pidiendo a Jofuku que lo guiara hasta un ermitaño que pudiera darle lo que él tanto quería. A medianoche del séptimo día, mientras Sentarō se arrodillaba en el templo, la puerta del sancta sanctorum se abrió de repente y apareció Jofuku en una nube luminosa, y pidió a Sentarō que se acercara.

»Como respuesta a tus plegarias, sin embargo, te ayudaré a encontrar el camino. Te mandaré al país de la Vida Eterna, donde la muerte nunca llega, ¡donde la gente vive para siempre! Tras decir esto, Jofuku puso en la mano de Sentarō una pequeña grulla hecha de papel, diciéndole que se sentara en su lomo y lo llevaría allí. Sentarō obedeció, admirado. La grulla creció lo suficiente para montarla cómodamente. Después extendió las alas, se alzó en el aire y voló sobre las montañas directamente hacia el mar.

Al principio, Sentarō se asustó, pero, poco a poco, se acostumbró al ligero vuelo por el aire. Y así siguieron durante miles de kilómetros. Después de unos cuantos días, llegó a la isla. La grulla voló sobre la tierra y después aterrizó. Cuando Sentarō se bajó del lomo del pájaro, la grulla se dobló por su propia cuenta y se metió en su bolsillo. Sentarō empezó a mirar a su alrededor, sorprendido; tenía curiosidad de ver cómo era el país de la Vida Eterna. Dio un paseo primero por el campo y luego a través del pueblo. Todo era, por supuesto, bastante extraño, diferente de su propia tierra. Pero tanto el lugar como la gente parecían prósperos, así que decidió que sería bueno para él quedarse allí y asentarse en uno de los hoteles. El propietario era un hombre amable y, cuando Sentarō dijo que era un forastero pero que quería vivir allí, le prometió arreglar un encuentro con el gobernador de la ciudad. Incluso encontró una casa para su invitado. Así, Sentarō obtuvo su gran deseo y se convirtió en residente del país de la Vida Eterna. Por lo que recordaban los isleños, ningún hombre había muerto allí, y las enfermedades eran algo desconocido. Los sacerdotes habían llegado allí desde India y China y les hablaron de

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