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Pedro Sánchez ya se ha ido, aunque el lunes anuncie su continuidad al frente del Gobierno, una vez concluido el periodo de reflexión de cinco días anunciado por él mismo el pasado miércoles. Aunque siga en el puesto, después de haber provocado estos días un agitado debate público sobre los límites de la agresividad política en España, Sánchez habrá empezado a irse en la medida que ha enviado una señal de debilidad a una sociedad acostumbrada a la verticalidad del poder y a medir la calidad de sus gobernantes por su grado de resistencia a la adversidad. El gesto del presidente se produce en un país sometido a un enorme estrés político, un país en el que la legimitidad del Gobierno ha sido puesta en cuestión por poderosos sectores políticos, mediáticos e incluso económicos desde la moción censura de mayo del 2018, con la judicatura estrangulada por arriba. Sánchez ha empezado a irse desde el momento en que ha reconocido que esa estrategia de ataque sistemático le ha hecho mella al impactar en el corazón de su vida privada. La furia que viene de los idus de marzo del 2004 está a punto de llevarse por delante al presidente del Gobierno que ha dado continuidad a las políticas de José Luis Rodríguez Zapatero. Esta es la cruda realidad. Los ataques serán cada vez más intensos, aunque los socialistas consigan buenos resultados en las elecciones catalanas del próximo 12 de mayo y en las europeas del 9 de junio. En las democracias muy polarizadas -y España es una de ellas-, cuando un jefe de Gobierno anuncia que está dispuesto a marchar a consecuencia de los ataques sufridos, su autoridad se debilita, aunque ese anuncio aumente la simpatía y la movilización de sus seguidores en el corto plazo. Sólo una victoria política objetiva e incontestable podría ahora reforzarle. Felipe González amagó con dimitir durante la campaña del referéndum sobre la permanencia de España en la OTAN al intuir que podía ganar el no. González comunicó a la sociedad española que no estaba dispuesto a gestionar un resultado adverso. Si ganaba el voto favorable a la salida de España de la Alianza Atlántica, él se iba a casa. Ese anuncio tuvo efectos. Ganó el sí y González salió reforzado, provocando una herida en el interior de la izquierda cuyas consecuencias aún perduran. Pero no estamos en 1986. La situación es hoy bien distinta y el veterano González, siempre apegado al realismo político y adverso a gobernar con los perdedores del referéndum sobre la OTAN, hoy forma parte del extenso batallón político y mediático que quiere echar a Sánchez. Puede que estén a punto de conseguirlo. En las actuales circunstancias, el presidente que acaba de poner la dimisión sobre la mesa solo podría reforzarse sometiéndose a una cuestión de confianza en el Parlamento, iniciativa que volvería a situar a los dos partidos independentistas en el centro de la escena, en plena campaña electoral catalana. Se atribuyen a Pedro Sánchez dotes maquiavélicas. Permítanme un inciso: Maquiavelo es un personaje a menudo malentendido en España. A principios del siglo XVI, el florentino Nicolás Maquiavelo sentó las bases de la autonomía del pensamiento político respecto al pensamiento religioso. Con Maquiavelo, la relación entre gobernantes y gobernados empieza a explicarse como una realidad en sí misma, sin intervención de lo divino. Maquiavelo fue una enorme figura intelectual que en España seguimos confundiendo muchas veces con la simple astucia. Felipe González amagó con dimitir durante la campaña del referéndum de la OTAN (1986) Ya quisiera ser maquiavélico Sánchez en estos momentos, puesto que es posible que en un arrebato de subjetividad y sentimentalismo haya cometido un serio error político. No será fácil que el liderazgo socialista salga fortalecido de este episodio, aunque la espuma de los días sea hoy favorable al presidente. Los suyos están movilizados y posiblemente tendremos noticia de ello en las elecciones catalanas. (Algunas informaciones indican que el CIS está efectu
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